El Duro. Por Gabriel Payares.


Por aquí me llaman “el duro”, aunque yo no sé bien por qué. No recuerdo la primera vez que les oí llamarme así, pero estoy seguro de no haber estado haciendo nada en especial: nada memorable ni por gracioso, ni por atroz. Seguramente estaría haciendo lo que hago todos los días, lo que hago siempre: sostener mi bolsa abierta, hambrienta de las cosas que todos lanzan a la calle con desprecio, y observarla mientras se abulta poco a poco, como una barriga llena, o un vientre abultado de tantos niños pataleando adentro. Hay veces en que apenas si me la puedo echar al hombro; veces en que me cuesta horrores caminar llevando a cuestas mi fétida abundancia. A lo mejor me dicen “el duro” por esos días en que la bolsa pesa demasiado. No lo sé. Porque también hay días –raras ocasiones– en que o no consigo nada que meterle dentro, o en que me canso de recoger lo mismo de las aceras cuarteadas y marrones, y decido cargar mi bolsa vacía como el cuero famélico de un animal sobre mi espalda.

O a lo mejor me dicen “el duro” porque ando siempre a pie. Nadie camina tanto como yo de mañana, tarde o noche. Es como si nunca fuera a detenerme. Y hay días, de hecho, en que no lo hago; ando de aquí a allá con paso tranquilo, bolsa en mano, viendo a quienes cargan con esfuerzo una gavera de cervezas doradas, o se tienden en el concreto debajo de las tripas grises de sus carros, o arrastran sin paciencia a sus niños al colegio. Ninguno tarda en darme ese saludo breve, a veces respetuoso, a veces burlesco, antes de seguir su camino: “Epa, el duro”. Yo sólo asiento, sonriendo, o musito algún saludo que ellos nunca llegan a entender. Otras veces me preguntan cómo estoy y siempre contesto lo mismo, acompañándolo con un gesto de mis brazos delgados: “¡durísimo!”. Ellos se ríen, el más osado me da una palmada en la espalda, y luego se marchan como si nunca hubieran contemplado mi delgadez. Pero no importa; ya aprendí a no esperar nada de nadie, al menos no hasta que la bolsa se haya llenado del todo. “El duro” debe ser porque aún no me he muerto de hambre.


Claro que yo no he sido siempre “el duro”. Y aunque ya ni recuerde mi nombre propio, sé que alguna vez tuve uno, como todo el mundo. Hubo una época en que yo era “Pedrito”, o “Juancito” o quién sabe qué. Ya no lo recuerdo. Pero no todo se ha desvanecido en mi cabeza: aún recuerdo a mi abuela hablándome del Silbón a cada rato. Era de lo que más me hablaba. Me decía que era flaco, de piernas largas como bambúes, y que tenía un saco negro en donde metía a los niños que se llevaba. Que venía siempre por las noches, mientras todos dormían, y lo despertaba a uno con un silbidito suave (y entonces imitaba el silbidito), antes de meterlo en la bolsa con sus manos espinosas y comérselo vivo en algún lugar remoto de donde siempre venía caminando. Ella juraba haberlo visto con sus propios ojos. En cambio, yo al Silbón nunca lo he visto; pero pienso que me le debo parecer que jode.

Algunos mediodías en que el calor marea demasiado, camino hasta la playa y me tumbo un rato en la orilla. Allí no hay nadie que me llame “el duro”, pero tampoco hay niñitos insufribles que me traten de robar la bolsa a carajazos. En la playa siento que soy el único hombre vivo en este mundo tan feo de hormigón. Un sobreviviente muerto de hambre, un loco que quedó para echarle cuentos a los muertos y sacudirles de encima a los zamuros. En esos instantes, me siento más necesario que nunca. Me siento feliz. Suelo regresar cuando ya es de noche, o incluso de madrugada. A esa hora la salsa late por todas partes, dando la impresión de venir del mismo cielo, del corazón de un pájaro enorme escondido allá arriba, cortándole el paso a los aviones que enfilan sus trompas a Maiquetía. Y es que ni el ruido que hacen sus motores apaga el zumbido de la música, que continúa vivo toda la noche, hasta que las gaveras se vacíen y el sueño arrecie. A mí eso me agrada. Me gusta que siempre haya algo con que dar la bienvenida a la noche, algo que nos distraiga del paso lento de los barcos y los aviones, que brillan en lo oscuro como diciendo “Epa, el duro” cada vez que llegan o se van. Yo nunca he visto un avión de cerca. Ni un barco. Y es que de cerca, de cerca cerquita así, sólo veo ya las cosas que caben en mi bolsa: juguetes rotos, envases de plástico, pedazos de vidrio, de tela y de goma, zapatos desahuciados, cajas de cartón descuartizadas, zarcillos sin compañero, paquetes destrozados, cajas vacías de cigarro, latas de cerveza (porque aquí todo el mundo toma), y así hasta llenar la bolsa al tope. Día tras día, me encargo yo de lo que ellos no quieren ver en sus patios, de lo que les estorba en sus hogares y arrojan al mío. Yo soy, de alguna manera, el garante del orden en cada una de sus casas.

Debe ser por eso que todos me saludan. Incluso gente que no sé quién es. Pasan en sus carros haciendo un “Epa, el duro” con la corneta, o se despiden de mí desde sus ventanas enrejadas. Las doñas me dicen “durito”, los borrachos “durísimo” y los muchachos “durex”. Todos parecen saber muy bien quien soy. Menos los niños; con ellos todo es diferente. Los más pequeños me evitan con la mirada y caminan más aprisa apenas ven la bolsa negra entre mis manos; pero los grandes, aprendices de la violencia que llevan en la sangre, me insultan a lo lejos las tardes de día feriado, o arremeten de noche y a distancia con botellas y piedras, protegidos en pequeñas manadas rencorosas. Pero a pesar de los raspones y las cortadas, los niños pocas veces son un problema, aunque ellos se empeñan en serlo. Siempre hay algún adulto cerca que intervenga a mi favor, y que reclame más respeto para “el pobre duro”.

Entonces, pero a regañadientes, me deja la jauría seguir mi camino. Yo solamente les sonrío, aireando mis dientes rotos en venganza, y no les digo una sola palabra; tras mucho batallar, al final he comprendido el odio en sus miradas. Sé que tiene que ver con sus madres, y con lo que les dicen cuando no quieren dormir, o cuando escupen con desprecio la sopa del almuerzo. Sé que han aprendido a odiar el espacio prometido dentro de mi bolsa. Para ellos, no soy “el duro”. Soy algo más. Creo que ni siquiera se atreven a pronunciar mi nombre, por miedo a que me aparezca en sus casas a medianoche, con mi bolsa negra abierta de par en par. Sé, y lo aprendí de sus manitos empedradas, que me he convertido en el Silbón sin enterarme, que puedo ver su imagen reflejada sonriente en los ojos de cada niño que me insulta, y que el silbidito de mi abuela retumba en cada noche en sus cabezas, al igual que en la mía. A veces siento muy suyo mi miedo, muy mía su rabia. He llegado incluso a desparramar el contenido de mi bolsa en el suelo, preso del terror de hallar algunos huesos a medio devorar reposando en su barriga; pero nunca he conseguido más que la basura de siempre, amontonada a mis pies como pidiendo disculpas por mi delirio.

Afortunadamente hay siempre alguien que pase en ese momento y me grite “epa, duro ¿qué te pasó?” ofreciéndome una sonrisa, recordándome así mi nombre (el de verdad) y trayéndome de vuelta a la calle sucia y al dolor de las pedradas. Entonces, después de devolver una sonrisa de gratitud, regreso a la bolsa los huesos de plástico y cartón de la basura, y continúo el camino que traía, muy seguro de volver a ser yo mismo, al que llaman “el duro”, aunque yo no se bien por qué.

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