Una tarde de agosto el cielo se viste de plomo para asistir a la sombría gala de edificios de cemento y concreto, que a la ciudad tornan fría en su centro. Nubes bombarderas descargan su arsenal mojado sobre el impávido e impenetrable pavimento. Se forman, en las calles y avenidas de la ahora ensombrecida, raudales que arrastran la inmundicia que el transeúnte desconsiderado contribuye a hacer crecer día a día. Tales raudales tienen como final destino las oscuras aguas del Guaire que desde hace 442 años ha servido como fuente hídrica de la ciudad, y desde hace 50 años vertedero de las infectas barriadas caraqueñas.
Gotas de agua ejecutan, con innata maestría, diversas melodías de percusión, que acompañadas por la acústica del trueno, dan vida a la sonata del recuerdo, la melancolía y la alegría; deleita la sinfonía de la lluvia de agua turbia y cristalina.
El hombre de traje negro, sorprendido por el improvisto bajo un toldo de alquiler de teléfonos, entre lamentos y maldiciones por no poder llegar al sitio a la hora convenida, enciende un cigarrillo y tras unos sorbos se resigna amistoso a su destino de impuntualidad, nada extraña al gentilicio, y se dispone a compartir la tormentosa velada en compañía de la tertulia de quien minutos atrás requirió servicios.
Las panaderías capitalinas son punto de encuentro para que conocidos y extraños intercambien impresiones del tiempo, puntos de vistas, quejas y lamentos, en medio de cafés, chucherías y todo lo que permita el sitio y el momento.
Bendición y maldición que a unos dicha ha de causar y a otros el terror y la desgracia obligará soportar.
El cielo, aburrido de la gala de gris etiqueta, se viste de nuevo de azul, esta vez oscuro, y adorna el traje con prendedor de color plata. Cielo torpe e infantil, que por correr con un vaso de leche en la mano, salpicó su vestimenta manchándola de puntos color perseidas. Termina así una tarde de tempestuosa lluvia que da paso a una noche despejada, de estrellas, la soñada noche caraqueña.
12 de agosto de 2009
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