La voluntad popular


Por Ramón Morales Castel

He de confesar que mis conocimientos sobre ese hombre indistinto que llamamos Simón Bolívar, no son tan abundantes como los de nuestro presidente actual, que, sospecho, tiene la capacidad de memorizar y recordar cada actividad, labor y hora difícil vivida por el “libertador”. Pienso que la idolatría que la Revolución Bolivariana teje sobre el fantasma de ese hombre es perjuiciosa y, en alguna medida, injustificada. La ingenuidad cordial –suponiendo que sea genuina– con la que nuestro presidente admira el valor y el coraje de aquel hombre, no me parece razón de peso para anotarme en tal idolatría, siendo que no soy propenso a admirar acciones y reacciones más que la médula del ser que las lleva a cabo. Para mí tiene un valor infinitamente mayor lo que está detrás de las acciones y de las palabras, es decir, aquello que precisamente el político y el líder carismático tienden a esconder, a disfrazar o incluso a negar. No me refiero a intenciones o motivaciones subrepticias, sino a la estructura de carácter y a la fuente, si se me permite la expresión, de los seres en cuestión.

Los líderes revolucionarios y los “libertadores” son canales a través de los cuales y por medio de los cuales ciertas fuerzas sociales son liberadas para su resolución, su extinción. Tales fuerzas son energías rancias –no por eso inválidas o innecesarias– que, precisamente por eso, necesitan constantemente disfrazarse de lustrosas y nuevas. Y estos hombres sienten ser “especiales”, “llamados” a una tarea grandiosa, portentosa, cuando el único portento que opera en sus vidas es el de convertirlos en puentes, en detonadores. Son lo que yo defino como individualidades creadas por el mundo para servir como chivos expiatorios u hogueras destinadas a purgar visiones de la realidad que deben reciclarse o actualizarse. Es el momento de la historia en el que viven, y los individuos con los que comparten, lo que los lleva a su “destino” inminente, y no que hayan sido “especialmente configurados” para una tarea única que nadie más podía realizar. De hecho, nacen muchas personas “destinadas” a tales labores porque la existencia quiere asegurarse de que alguien las lleve a cabo. No importa si es éste o aquel. Es por eso que he escrito “hombre indistinto”.

Ahora bien, que Simón Bolívar, entre otros, haya sido el canal para liberar ciertas energías colectivas no lo convierte en un superhombre, en el cual muchos quieren ver encarnada una sabiduría suprema, o una alma particularmente templada en los fuegos de la magnanimidad y las alturas elevadas del espíritu humano. Su ignorancia en cuestiones sociales era media, indistinta como él, y su desconocimiento del alma humana era mucho mayor que su idealismo y su esperanza puestos en un pueblo idealizado y en un futuro utópico. No trato de restarle valor a su idealismo y a su esperanza que, por cierto, confieso que me gustaría compartir, apartándome un poco de ese escepticismo que me ha llevado a escribir en otras oportunidades comentarios cáusticos acerca de lo que la palabra “pueblo” significa para mí. Pero, volviendo a la idea principal, quedará demostrada tal medianía bolivariana de la que escribo cuando lean las siguientes palabras. Es una cita de las palabras de Bolívar, especialmente traídas a colación por nuestro presidente Chávez en su “Discurso de la Unidad”, pronunciado el 15 de diciembre de 2006 en la ciudad de Caracas, justamente unos días después de haber ganado las elecciones presidenciales. Convendrá leerlas con el dramatismo histriónico típico del acento chavista, para que el efecto posterior sea más humorístico que grave…

“Nada es tan conforme con las doctrinas populares como el consultar a la nación en masa sobre los puntos capitales en que se fundan los estados, las leyes fundamentales y el magistrado supremo. Todos los particulares están sujetos al error, o a la seducción; pero no así el pueblo, que posee en grado eminente la consciencia de su bien y la medida de su independencia. De ese modo, su juicio es puro, su voluntad, fuerte; y por consiguiente nadie puede corromperlo, ni menos intimidarlo. Yo tengo pruebas irrefragables del tino del pueblo en las grandes resoluciones; y por eso es que siempre he preferido sus opiniones a las de los sabios.”

Como han visto, he subrayado lo que quiero señalar. Interesantísimas cuestiones se pueden sacar de tales palabras. Por ejemplo: si todos los particulares están sujetos al error o a la seducción, como afirma Bolívar, ¿cómo es que estaba tan convencido de que la labor de independencia llevada a cabo en un principio por un pequeño grupo, tenía la urgencia de la verdad y de la necesidad? Y más importante aún: ¿cómo evitar pensar que él mismo, siendo un particular, estaba sujeto al error y que, por lo tanto, hubiera resultado tal vez en un futuro mejor para NOSOTROS permanecer unidos a la Tierra Madre España? ¿Y no están, acaso, los pueblos constituidos por particulares? ¿En verdad pensó Bolívar que un pueblo es una entidad coherente, uniforme, plana, unísona en voluntad y motivación? Si el pueblo poseía en grado eminente la consciencia de su bien y la medida de su independencia, ¿por qué era entonces necesario, como lo es hoy en día con la “Revolución Bolivariana”, forzar las consciencias de las personas con un proselitismo escandaloso, bochornoso e incluso grosero, a favor de la “causa” libertaria? Es OBVIA para mí la IGNORANCIA del “libertador” en cuestiones de sociología cuando afirma que el juicio del pueblo “es puro, su voluntad, fuerte; y por consiguiente nadie puede corromperlo, ni menos intimidarlo”. ¿Es esa una afirmación descriptiva, veraz, de la realidad, o es una manifestación de intención, de anhelo y de un imperativo no logrado aún? No importa que sea una cosa o la otra: de igual manera NUNCA el juicio de un pueblo será puro –a menos que se dé el caso milagroso utópico de que esté constituido por una miríada de individuos maestros en la veracidad intelectual y en la integridad psicológica-, y por lo tanto SIEMPRE se le podrá corromper e intimidar de alguna manera, desde dentro o desde fuera. Sobre todo mientras la palabra “pueblo” signifique muchedumbre.

Chavez confirma día a día esta afirmación mía cuando dice que el supuesto imperialismo norteamericano ha echado raíces en nuestro país y que los agentes diabólicos del capitalismo y del neoliberalismo salvaje han corrompido el juicio de una parte de los venezolanos. Quitando las exageraciones y la miopía de las afirmaciones de nuestro presidente, es cierto que sí hay, de hecho, una intervención de consciencia y un bombardeo ideológico constante, no sólo por parte de los Estados Unidos. Mas, eso es natural y es necesario, porque las naciones no son mundos en sí y las divisiones políticas son artificiales y no pueden obstruir los intercambios culturales y los contenidos de las consciencias de una cultura a otra. Y estar conscientes de ello significa coincidir en el equívoco de las apreciaciones de Bolívar.

Quizá concuerdo un poco con Bolívar en lo referente a las opiniones de los “sabios”, considerando el siglo en el que él vivía. Y sin embargo, los “sabios” fueron los que le instruyeron y le alimentaron con ideas tan liberales. Él fue un producto de los “sabios” de su época. Tal vez por eso minusvalora esas opiniones: fueron especulaciones utópicas demasiado afincadas en un ser humano idealizado e irreal, o en uno demasiado desesperanzado y vacío de propósito y potencialidad, que no tenía mucho que ver con lo que realmente era prometedor para el futuro. Pero es que aquel idealismo utópico de los “sabios” se la llevaba muy bien con ese carismático caraqueño, de la misma manera en que se la lleva muy bien con este “carismático” revolucionario que ocupa el trono presidencial.

La vida es tan misteriosa y el laberinto del espíritu humano tan paradójico que, si bien este particular (me refiero a Chávez) está sujeto a error y a seducción, como lo estuvo Bolívar y otros, y como lo está el pueblo naturalmente, su participación en el esquema social podría cumplir una función benévola, terapéutica, no en el sentido en el que él lo cree, sino en un sentido mucho más desconocido y difícil de explicar. Ese sentido me persuade de no oponerme a la Revolución Bolivariana. No porque me falten argumentos o motivaciones, sino más bien por una prudencia superlativa que, de cierta inevitable manera, nos convierte en jurado de todo lo que sucede. Aunque, dejando escapar otra confesión, eso no nos impide hacer de juez en algunos momentos.

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