Una carta, tres intentos


Por Ramón Morales Castel

(Borrador sin concluir número 1)

Mi muy querido amigo

Resulta realmente, en un principio, un poco triste, la incapacidad generalizada de nuestros coetáneos para darse cuenta que mi felicidad, en cuanto a lo que ahora llaman “socializar” –es decir, la política cotidiana con más o menos inclinación hacia los extremos opuestos de la diplomacia y la hipocresía–, no descansa sobre la vacua e inútil nube de la fama y la popularidad. Que hacer alarde de las capacidades propias y conocimientos me parece tan innecesario e insatisfactorio (descontando el hecho de que eso pertenece a la idiosincrasia típica de este cosmopolitismo raquítico de capitalinos) y que sólo me lo permito en el contexto de la intimidad o de una ligera circunstancial –y precisamente por eso, lícita– crápula, eso, querido amigo, tú lo sabes muy bien, pero los… […]

(Borrador sin concluir número 2)

Estimado amigo y señor

Espero con paciencia nuestro próximo encuentro, sazonando un poco sin sentido, y muy frecuentemente con un cierto ligero fastidio, tantas horas diarias de interacción forzosa con personas indistintas y a veces incluso indeseables; paciencia que además, como tú bien sabes, proviene de la misma fuente inagotable de comprensión y prerrogativas –una característica bien paradójica que me define. No obstante, siempre reúno algo de resistencia cuando alguien sugiere que deberíamos ser más arrogantes y hacer alardes de nuestras habilidades, cuando la más preciosa verdad, por ambos bien sabida, es que lo mejor del instrumento del habla y de la escritura –así como nuestro estilo que no es más que el reflejo de nosotros mismos– no consiste en anotarse en concursos para ganar premios y envidias sin número, cosa que podemos ganar simplemente siendo nosotros mismos sin esfuerzo, sino la oportunidad invaluable de comunicar sentimientos y pareceres a aquellos que queremos y que deseamos a nuestro lado, precisamente así como este delicioso puente que se ha formado entre nosotros. Y con motivo de… […]

(Borrador concluido. Al día siguiente)

Querido amigo

Pareciera que algún sino numinoso hubiera hecho lo posible en impedirme escribirte esta carta: ayer he tenido que abortar un par de veces el dicho intento. Afortunadamente el influjo ha remitido, dándome oportunidad y tiempo suficiente incluso para apuntar que ni siquiera vale la pena detallar explicaciones sobre intentos fallidos. Y pensando muy bien en el asunto, había tomado la decisión de no detenerme en cuestiones importunas del día a día, cuestiones que nos roban energía y atención innecesariamente y que, con frecuencia pienso que, de alguna manera, bajan la calidad de nuestra comunicación.

No obstante, reconsidero y te confieso que ahora comprendo que son asuntos como esos los que definen nuestra forma de ser, nuestra manera de reaccionar, que, en fin, es buena parte de nuestra idiosincrasia. Me refiero específicamente a la grande diferencia de intereses y perspectivas que se abren como una empalizada entre nuestros coetáneos y nosotros. Quisiera siempre sustraerme a mi tendencia a la emoción; ocultar sentimientos en el abismo de mi propia alma y acartonarme en un lenguaje –y una vida– científicos, mas, no puedo, como tú bien sabes porque me conoces, evitar convertirme siempre en una tormenta misteriosa con un ojo infinito e infinitamente inaprensible. Menos aún contigo, que eres uno de los pocos –si acaso no el único– que posee la paciencia y temple necesarios para disponer de una deliciosa amistad como la nuestra. Sí, debes ser un pararrayos precisamente para poder acompañarme.

De manera que hoy, aunque no lo haya yo querido, comencé mi rutina con la mejor disposición de ánimo, pero luego, como frecuentemente ocurre, he caído otra vez en la trampa de la melancolía y de la depresión. Lo que me lleva entonces a pensamientos sombríos que de muchas maneras, a veces con éxito, trato de apartar de mí. Yo estoy aquí y tú estás allá y es inevitable sentirme solo en multitudes o abandonado cuando se me está siendo buscado. Pero no por otros como yo, sino por personas que no tienen la más mínima idea acerca del espíritu y lo peligroso que puede ser no guardarle respeto. Peor aún, me enfrento con personas cuya principal impostura consiste, insistentemente, en faltarle el respeto al espíritu y al alma.

Basta. No más detenerse en tales cuestiones penosas. Lo mejor sería alejarse de lo abismal, más y más hacia la periferia, hacia la superficie. Hacia “la simplicidad de la superficie”; que se convierta en un nicho rico en sentimientos alegres, un nido libre de tanta profundidad, de tanta melancolía. ¿No es eso acaso irónico? ¿La superficie, la máscara, como un recipiente de alegrías, de esperanzas, un jardín luminoso que sirva de escape a espíritus profundos acosados por el espíritu de la pesadez? Pero ¿qué digo? ¿No habita en nosotros el abismo? La profundidad está en nosotros. Nosotros somos el abismo… […]

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