Por Ramón Morales Castel
Aquella noche acudí al llamado de mis amigos. Brillaban con húmeda timidez los faroles desperdigados por el bosque. Los rayos de luz calentaban el seno del vaho frío de la noche. Pequeños grupos retozando en elefantina tertulia, aquí y allá, entre los árboles: malabaristas de púrpura ensayando sus actos, brincones juglares cortando el aire con frutas en circulares movimientos de traslación. Vibrantes guitarras y cuerdas vocales sembrando la penumbra con zíngaros ecos, simples y voluptuosos. Los poetas tejían su telaraña en dionisíaca embriaguez. Los actores fingían poses, dibujando y desdibujando repetidamente muecas. Los filosofastros hablaban y los políticos tramaban. Los tránsfugas abrían los ojos grandemente, como queriendo tragarse toda la luz de la escena, siendo no mucha, en todo caso.
Aquella noche saludé a mis amigos, ocupando mi lugar en el suelo, en aquella verdadera mesa redonda sin patas y sin sillas. Risueños los semblantes en beneplácito: abiertas las almas y los corazones. Remota la lucidez.
Aquella noche fui sólo yo. Sin mi violín y sin mis cartas. Sin comida, sin bebida y sin dinero. Taciturno. Meditabundo. Presente y sin embargo ido. Más lejano e inútil que nunca. Más cercano que sus propios espíritus, fantasmas y alter egos. Un secreto vestido y enmascarado. Superlativo en silencio. Ahíto de amor. Un amor que quizás nunca aprehenderán. Una luz que quizás nunca señalará caminos. Una oscuridad que tal vez, y sólo tal vez, jamás atravesarán.
Aquella noche no complací, ni nutrí, ni entretuve, ni produje admiración o envidia. Aquella noche ni siquiera había un yo en mi lugar: Unus Mundus se asomaba insólito, mudo, indistinto. Núcleo silencioso en medio de bullicio y pulular multicolor. Aquella noche reía inaudiblemente la inmortalidad en mí.
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