Yo lector, yo escritor


Por Daniel Meléndez

Recuerdo que, hace ya bastante tiempo, tuve que leer Wuthering Heights (Cumbres Borrascosas) como lectura obligatoria para acceder al programa de Inglés Avanzado durante mi último año en la High School y escribir un ensayo acerca del protagonista de la novela: Heathcliff. De esa experiencia sólo recuerdo en particular el odio enardecido que sentía, siento, por cada uno de los personajes de la obra y de cómo sufrí por tratar de entender ese inglés lleno de arcaísmos y frases dialectales que ni siquiera aparecían en muchos diccionarios. No obstante, si eso se me había hecho difícil, más lo fue el escribir el ensayo. Recuerdo que no podía conciliar un punto de vista unificado sobre Heathcliff. En aquel entonces, creía que únicamente se podían escribir ensayos que glorificaran a las novelas y yo simplemente aborrecía a Cumbres Borrascosas. Así fue como entregué uno de los peores ensayos que jamás he escrito. Un texto sin forma ni sustancia que me fue devuelto con una nota muy inferior a mínima necesaria y escrito con: “un trabajo muy pobre, ven a mi oficina después de clases”. El pánico era inmenso cuando me hallé sentado frente a mi profesora de fríos ojos azules y a sus peceras llenas de chocolates, que se encontraban encima del escritorio especialmente dispuestas para de alguna manera consolar las lágrimas de los estudiantes raspados, y tuve que confesar cuánto detestaba el libro. Tuve que confesar que no podía comprender cómo los protagonistas eran capaces de comportarse de una manera tan aborrecible, tan patética, enfermiza y que por lo tanto no sabía como redactar el ensayo. Mi sorpresa fue que en vez de escuchar reproches y vociferaciones, escuche un cumplido. Ella me dijo que era un buen lector, que solamente los buenos lectores podían formar un criterio propio ante una obra literaria y que si odiaba a los personajes debía escribir sobre ello. Después de esa conversación pude escribir un ensayo que obtuvo una nota aprobatoria, inclusive hasta alta.

Escribo acerca de ese momento en mi vida porque al oír esas palabras revivió en mí la más antigua (la pobre estaba comatosa) de mis pasiones, la lectura.

Sé leer desde cerca de los tres, cuatro, cinco años de edad, cuando aún estaba en pre-escolar; habilidad que llevó a pensar a muchos que yo era inteligente y debía ser adelantado a primer grado (qué demonios estaban pensado). Me gustaría poder recordar exactamente lo que leía en aquella prehistoria de mi vida; imagino que eran cuentos simples, de esos que enseñan a leer. Sin embargo, puedo recordar que mis primeras aproximaciones a la literatura vinieron por parte de Cuentos de la selva de Quiroga, El Principito de Antoine de Saint-Exupéry y de Mafalda de Quino (Mafalda es literatura, quienes dicen que no, no la han leído), cuentos que aún conservo en mi colección de libros y que me los sé casi de memoria. Aun así, la literatura no formó una parte sustancial en mi vida hasta entrada mi adolescencia, en los tiempos en que vivía en el norte y escuchaba a mi profesora. Cierto es que en mi niñez leía, leía como si no tuviera nada más que hacer con mi tiempo (en realidad no tenía cable). No era un gran atleta y mis amigos podrían decirse que sí lo eran. Además yo era bastante enfermizo, lo que me hacía tener que quedar en casa por largos períodos tiempo. Mas, también estaba mi hermana con quien podía haber compartido sino hubiera sido porque me llevaba ocho años y nunca coincidíamos en nada. Cuando ella pasaba por las crisis de la adolescencia yo sufría las de la niñez.

De este modo combatí la soledad leyendo. No novelas, ni cuentos, sino enciclopedias (sí, lo sé, era un gallo, y lo seguí siendo hasta que descubrí las maravillas del alcohol y ciertas hierbas medicinales). De este modo, lentamente aprendí acerca de la composición de los minerales, el sistema nervioso, la galaxia de Andrómeda, Genghis Khan, Sri Lanka y el Minotauro. Debí haber leído cerca de tres a cuatro enciclopedias enteras para cuanto llegué al bachillerato y me revelé contra la lectura regalando la mayoría de ellas (imbécil, las pude haber vendido).
Durante esos años leer era terriblemente tedioso y me convertía en “el extraño”. Aquel muchacho que sabía que el aluminio proviene de la bauxita pero no sabía quien era Britney Spears. Para mí existían cosas más importantes en aquel entonces: tratar de encajar con los demás, escuchar música (rock en especial), conseguirme una novia, típico adolescente. No obstante por más que lo intenté, jamás me pude separar completamente de la lectura. En el norte y aún en este instante, vuelve a ser lo que siempre ha sido: mi compañera en la soledad. La lectura corre por mis venas y soy quien soy gracias a ella.

Lo irónico es que si bien la lectura fue mi mejor amiga durante los años cuando era agobiado por la amigdalitis y el dengue, lo contrario fue la escritura. Ésta fue mi tormento, la más acérrima enemiga de mis años colegiales, de bachillerato, de diversificado, de High School y lo será por el resto de mi vida. La ironía está en el simple hecho de que cuando termino de escribir un texto que considero digno de mis capacidades (este artículo no entra en esa categoría), que considero realmente como bueno (que son pocos), siento la mayor satisfacción que pueda tener. Una especie de callada alegría que sobrecoge y abruma cada uno de mis sentidos y hace que delire en pensar que existe un arte en el cual soy mediocremente bueno.

Fue durante mi infancia cuando comencé mi eterna lucha contra la escritura, no porque no pudiera expresarme de un modo coherente, en realidad lo hacía eficientemente para mi edad, sino porque aunque lo hiciese nadie lo podía leer. En mis letras no puede habitar el espíritu que mi redacción les puede impregnar, sencillamente éstas carecen vida. Cuando escribo algo a mano no es extraño que las “e” se parezcan a las “o”; o una “a” al logo de la Nike. Que las mayúsculas hagan aparición en el medio de las palabras o que simplemente éstas no se terminen (ocurre cuando escribo rápido).

Fue así como conocí a mi fiel amiga la frustración, el saber que uno es capaz de lograr un objetivo y que por instancias del destino no se cumpla. Y fue así como también conocí a los numerosos psicopedagogos, psicólogos, neurólogos y tutores privados a los cuales mi madre me llevó con el afán de combatir mi disgrafía y mi falta de concentración. Pero ni estos “expertos”, ni planas absurdas que me mandaban a hacer en la clase de comercio en pro de la enseñaza de la inútil caligrafía Palmer y que ultimadamente fueron un ejercicio fútil, lograron que yo pudiera comprender lo que yo mismo había escrito. La mayor frustración yacía en que me gustaba, me gusta escribir. Disfrutaba enormemente de inventar historias que luego recreaba en mi cuarto con mis legos y figuras de acción, que me hubiesen encantado escribirlas sino fuera por que sabía que una vez en papel se transformarían en una lengua extraña (¡el chino es más legible, lo juro!). No fue sino hasta el arribo de mi primera computadora que pude traducir lo que decía mi letra; una especie de piedra roseta para mis jeroglíficos. Gracias a la tecnología he ganado la primera batalla contra la escritura: finalmente soy legible. Nada más me queda una última cruzada, aprender a escribir. Espero, humildemente, hacerlo algún día.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Universidad Central de Venezuela

Universidad Central de Venezuela.
http://www.ucv.ve/

Facultad de Humanidades y Educación de la UCV.

Biblioteca Central.

Revista Urbana. Catálogo de Revista Urbana del Instituto de Urbanismo.

Fundación UCV. La Universidad Productiva.

Escuela de Biología de la UCV.

Centro de Estudios de la Mujer.

Revista ENCRUCIJADAS. Diálogos y Perspectivas.

Revele. Catálogo de Publicaciones Científicas Digitales de la UCV.

Estudiantina Universitaria.

CENDES. Centro de Estudios del Desarrollo.

Periodismo de Paz. Conflictos, periodismo, nuevos medios y construcción de redes desde Venezuela.

Blogs

Otros blogs de interés